Pittsburg; la importancia de nombrar
El lenguaje nunca es inocente. Cada
palabra, inserta en un relato, expresa diferentes intereses,
historias y visiones. Es el poder (Estado) quien reclama para sí la
capacidad de nombrar, de crear y de modificar etiquetas. Los
ciudadanos no podemos rechazar el “derecho” a esa prerrogativa,
pero sí podemos resistir unas palabras funcionales a determinadas
relaciones de poder culturales, sociales, económicas y políticas. A
determinadas construcciones de “los otros”.
La
masacre cometida en la sinagoga de Pittsburg por Robert Bowers, un
hombre blanco, supremacista y anti-progresista, ha vuelto a situar en
la mesa el debate sobre el uso de los términos “terror”
y “terrorismo”.
Bowers, antes de asesinar a balazos a 11 personas en el templo judío,
ya había publicado en la mayor red social de la ultraderecha de
Estados Unidos (Gab) su odio visceral hacia los judíos y su
intención inequívoca de acabar con “todos ellos”. Esta red
social abiertamente neonazi, supremacista y xenófoba cuenta con más
de 400.000 usuarios y recauda donaciones por todos los estados
norteamericanos sin que ello le haya supuesto un problema legal.
Amparada en la libertad de expresión, se pregunta a través de uno
de sus usuarios, entre otras cosas, si “van a seguir existiendo los
judíos”. No obstante, tanto lo de Pittsburgh como otros ejemplos
similares no son catalogados como violencia política: son, siempre,
meras “actuaciones individuales”. La consecución de la locura de
“lobos solitarios” como Cesar Sayoc, el autor, detenido esta
semana, del envío de paquetes-bomba a, al menos, trece personas
abiertamente progresistas y contrarias a las políticas de Donald
Trump.
Lo que se extrae de la negativa de los
Estados a catalogar como terrorismo estos actos de carácter racista
(islamófobos en su mayoría) y ligados a la extrema derecha (como el
cometido por Anders Breivik en Oslo en 2011) cada vez más frecuentes
en EE.UU y en toda Europa, es que no deben ser percibidos como
amenazas reales contra el conjunto de la sociedad. Del mismo modo, al
no ser incluidos en las “cuestiones de agenda”, no son combatidos
con la suficiente contundencia. Hablamos, pues, de una tolerancia con
determinados procesos de radicalización, generadora de espacios de
impunidad que dejan desprotegidos a colectivos sociales concretos y
que, sobretodo, categoriza qué víctimas son importantes y cuáles
no, mostrando ante nuestros ojos un tipo de violencia que, en el
mejor de los casos, es percibida como un simple problema de orden
público, nunca como una amenaza real contra la seguridad nacional.
Para entender esta realidad conviene que hablemos de una aspecto
fundamental: quién es el verdugo y quién la víctima.
Resulta inevitable caer en
comparaciones. Si prestamos un mínimo de atención al tratamiento
que los medios de comunicación realizan sobre los actos violentos
cometidos por musulmanes o por grupos de inspiración yihadista, la
conclusión es inmediata: si es un musulmán quien comete un acto
atroz como el sucedido en Pittsburgh, de inmediato saltan los
titulares y la etiqueta terrorismo aparece en portada, generando
inmediatamente un estado de preocupación en toda la sociedad e
invitando a la articulación de mecanismos y estrategias de defensa
por parte del Estado. El subrayado de la adscripción religiosa del
terrorista se vuelve imprescindible, haciendo así que la asimilación
de islam como sinónimo de violencia opere de manera casi automática,
desembocando en una consecuencia lógica: cuando sea el musulmán (el
“otro” construido), la víctima, la preocupación social será
mucho menor.
En
este caso, es cierto, no hablamos de víctimas musulmanas, sino de un
“otro” todavía anterior: el judío. El procedimiento, sin
embargo, es el mismo. Si no comenzamos a categorizar del mismo modo
las violencias racistas e ideológicas, con independencia de quienes
sean emisor y receptor, estaremos dando la victoria a los portadores
del odio, pues habremos dado la razón a Daesh en su afirmación de
que existe una batalla mundial entre musulmanes y no musulmanes. O al
sionismo que arrasa Palestina portando la bandera de la separación
entre los judíos y los demás.
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