Los niños gueto
Recientemente,
la opinión pública internacional se escandalizaba por las imágenes
de decenas de niñas y niños enjaulados por la Patrulla Fronteriza
de Estados Unidos, obediente a las políticas anti-inmigración
dictadas por Donald Trump. La similitud con lo que día a día lleva
a cabo el ejército de ocupación israelí en tierras palestinas
saltaba a la vista. Sin embargo, estas aberraciones en ningún caso
han merecido el mismo tratamiento por parte de los medios de
difusión. Pero esa es otra historia; las imágenes del país más
poderoso del mundo separando a niños a niñas de sus padres y madres
por el mero hecho de ser migrantes sacudieron tanto nuestras
conciencias que la viralidad de los vídeos y opiniones de repulsa
obligaron a la Casa Blanca a tomar medidas “amortiguadoras”,
llegando a pedir públicamente la propia Melania Trump el fin de la
infamia.
Es
lógico que las barbaridades del líder estadounidense reciban una
atención importante en Europa, algo que a mí, en cambio, me suele
llevar, irremediable y constantemente, al análisis de la reacción
cínica por parte de ciertos partidos políticos, medios de
comunicación y opinión pública europeas. La deriva
anti-inmigración oriental/musulmana de Europa es más que
preocupante, y que parte importante de las bases electorales de la
izquierda tradicional ha abrazado este discurso racista e islamófobo
se ha vuelto una obviedad. El fácilmente caricaturizable Trump se ha
convertido en ese recurso perfecto que nos permite desviar la
atención y no ver la que se nos avecina aquí, en nuestra propia
casa.
Dinamarca,
uno de esos países que hemos idealizado por sus niveles de bienestar
y servicios públicos universales, paradigma oficial de sistema
educativo avanzado y de sociedad racional y solidaria, está
introduciendo en su sistema jurídico una legislación paralela y
exclusiva para quienes se considera que no son lo suficientemente
daneses o que no representan el “espíritu danés”. Aquellos
niños y niñas procedentes de barrios marginales, con escasos
recursos económicos y altas tasas de desempleo (y donde,
“casualmente”, se encuentran residiendo la mayoría de
migrantes), deberán ser separados de sus padres y madres desde el
primer año de su vida (al menos 25 horas por semana) al objeto de
recibir una instrucción obligatoria sobre los “valores daneses”
que incluirán, además del aprendizaje de la lengua danesa,
enseñanzas relativas a festividades tradicionales como la Navidad o
la Semana Santa, siendo castigadas, con la retirada de las ayudas
sociales que pudieran percibir, aquellas familias que se atrevan a
negarse. La cosa no termina ahí. El paquete de medidas que desea
llevar a cabo el Gobierno incluye también la posibilidad de que los
tribunales doblen las penas para determinados delitos si éstos son
cometidos en uno de los barrios clasificados como guetos. Incluso
algunos miembros del Gobierno danés llegaron a insinuar la reclusión
de estos nuevos “niños gueto” en sus hogares a
determinadas horas, usando para ello mecanismos de control como la
pulsera electrónica.
Estamos
ante todo una red legislativa elaborada con el único fin de
discriminar a una parte de la sociedad, un hecho similar al de la
segregación entre “arios” y judíos practicada en el período
nazi. Siempre nos hemos preguntado cómo el episodio más negro de
nuestra reciente historia pudo suceder. Desde el fin de la Segunda
Guerra Mundial, han sido incontables los esfuerzos académicos por
entender cuáles fueron las claves que lo hicieron posible. Hoy, en
el tiempo que nos ha tocado vivir, donde las emociones ganan terreno
a la razón, seguimos sin lograr entender cómo esos monstruos que
habitan en nosotros son capaces de aflorar hasta el punto de poder
dictar las normas de nuestra convivencia.
No
es sólo la Dinamarca de los niños gueto; es también la Italia de
Salvini y sus censos de gitanos; la Alemania de las deportaciones del
ministro Seehofer; la islamofobia cool de Macron en Francia, o
la España de esos vergonzosos CIEs o de Albert Rivera (el admirador
del dirigente francés) tratando de negar a los extranjeros su
derecho a la Sanidad. Es Europa en su totalidad la que ha abrazado el
discurso anti-inmigración, un discurso que ha cruzado todo el campo
ideológico, contagiando de mucho de su relato a una izquierda
tradicional únicamente preocupada por su supervivencia, aun a costa
de la pérdida de su propia identidad, de sus propios principios
fundantes. La pasada cumbre europea sobre la migración procedente
del Mediterráneo da fe de ello: una cumbre que se celebra tras la
llegada hipermediatizada del Aquarius a nuestro país y que, en lugar
de entenderse como oportunidad para frenar (o combatir) el discurso
de las “oleadas” y del “efecto llamada”
(argumentos refutados por la propia OCDE, que reconoce en su último
informe una caída de la migración hacia Europa) sirvió, por el
contrario, para ahondar en las mismas falacias, llegando incluso a
proponerse la creación de centros de estancia de refugiados y
personas migrantes en los países del Magreb, algo a lo que,
obviamente, dichos países se han negado, dando pie, no al descarte
de tales ideas, sino a la exploración de “soluciones” similares,
de nuevos centros de reclusión e internamiento (cárceles) para la
población migrante que llegue a nuestras costas, ya sea bajo el
supuesto de la seguridad nacional o la excusa de los “centros de
primera acogida”. El Ministro Grande-Marlasca ya se ha mostrado
favorable de poner en marcha un gran espacio de estas características
en Algeciras.
Desgraciadamente,
esta Europa no se ha recuperado de la fractura del euro, ni de la
crisis de refugiados ni de los efectos negativos del Brexit; Esta
Europa ha olvidado su historia más reciente: la de la estrella
amarilla. La de los niños en el gueto de Varsovia.
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