La Gran Vía y el derecho a la Ciudad
Lo
que ha provocado una efervescente indignación ciudadana por la obra
faraónica de la Gran Vía ha sido fundamentalmente su alto
presupuesto, sobretodo porque los datos que se han hecho públicos no
parecen guardar relación ni con la necesidad de una reforma urgente,
ni tampoco con los elementos urbanísticos que se han proyectado para
la zona (no parece razonable apelar a cuestiones de estética para
gastar cerca de un millón de euros en 16 farolas). Pero, de otro
lado, también esa enorme generosidad del Gobierno del PP para el
lujo ornamental choca frontalmente con la pereza en políticas de
barriadas o la negativa por dotar a Ceuta de una cartera de servicios
públicos de calidad, como podría ser la implantación de una unidad
de radioterapia.
Ha
sido la confluencia de estas dos percepciones la que ha posibilitado
que en una ciudad profundamente polarizada, territorial y
socialmente, el sentido común se haya hecho universal, esto es,
exista unanimidad en considerar que las obras, además de ser
innecesarias, están lejos de las prioridades sociales. Sin embargo,
quedarnos únicamente en esto nos llevaría a la falacia de
considerar las obras de la Gran Vía sólo como un error, una mala
gestión. En absoluto se trata de esto, dado que ello implicaría
exculpar la acción de un Gobierno que a lo largo de todas sus
iniciativas, en estas casi dos décadas, ha definido un concepto de
ciudad muy concreto.
Lo
que el PP ha desarrollado bajo la nomenclatura de “políticas en
barriadas” es un artificio que pretende distraer nuestra mirada de
lo que en realidad se muestra como la traducción urbanística de una
ciudad construida sobre la injusticia social; un eufemismo que les ha
servido para disimular, de un lado, su especial predilección por la
acumulación de riqueza y la distribución asimétrica y, de otro, su
responsabilidad en la profundización de las desigualdades que
posibilitan tanto “crecimiento” concentrado y obsceno, un
crecimiento sobre las personas, sobre los recursos y sobre la ciudad,
que genera esas bolsas de exclusión a las que denominamos
“periferia” (para, así, zafarnos de nuestra carga de culpa) y
que constituyen la “cara b” del poder económico-político que se
condensa en una gran zona residencial y de ocio: el centro.
En
las obras del Gran Vía, el Partido Popular vuelve a mandar un
mensaje claro: su apuesta por la opulencia y por el barrido de todo
lo anterior. El propio Consejero de Fomento hablaba en los medios de
la “era Vivas”. Es sencillamente insultante que un representante
público se exprese en esos términos propios de repúblicas
bananeras. La ciudad debe ser un espacio político donde sea posible
la expresión de voluntades colectivas, un espacio para la
solidaridad, no para gloria y fama de unos pocos (normalmente sobre
otros).
La
gestión democrática de la ciudad, a través de la participación de
la sociedad de forma directa y participativa, no sólo garantizaría
que este tipo de excesos no se produjeran, también que el desarrollo
urbanístico se situara fuera de enfoques mercantilistas,
enmarcándose, por el contrario, en lógicas de desarrollo social
equitativo que primasen el “buen vivir” por encima de intereses
personales o partidistas. Obviamente, este derecho inherente a las
ciudades no deja de ser una postura que sitúa a los ciudadanos como
elemento central, lo cual entra en contradicción con la polarización
de la cual se nutre el PP: no todos somos iguales.
Nos
encontramos, así, ante una concepción dogmática. No se trata de
una mala gestión, sino de una visión de la realidad. Prueba de ello
ha sido la justificación del superlativo gasto de las farolas
expresada por el arquitecto: “No son farolas, son señas de
identidad”. Además de apuntalar la desigualdad territorial como
base necesaria para el crecimiento, ligan esta “prosperidad” a
una determinada identidad (y no a otras). Es un atentado a la memoria
colectiva de esta ciudad, un blanqueamiento de nuestra Historia de
fenicios, romanos, árabes y portugueses. De lo contrario ¿cómo se
explica que la Madrassa Al Yadida, que fue punto de referencia de la
sabiduría del mundo, no aparezca en el proyecto? ¿cómo es posible
que una obra que representa nuestras señas de identidad sólo
ensalce el pasado portugués y cristiano? No, no es sólo un gasto
desorbitado e innecesario. Se trata de la imposición de SU visión,
por encima del derecho a la ciudad del resto; un derecho que obliga a
las administraciones a hacer de la ciudad un escenario de encuentro
para la construcción colectiva. Divididos y distraídos,
desenfocamos nuestra mirada de lo realmente importante e incluso
vital para el futuro de Ceuta.
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