Enemigo difuso
Da
igual la reacción inmediata de las diferentes entidades y colectivos
musulmanes del Estado condenando el atentado en Barcelona. Da
exactamente igual que entre las víctimas se encuentren musulmanes o
que los haya también en la sociedad civil que ha respondido de
manera ejemplar y solidaria ofreciendo toda su ayuda a las víctimas.
Da exactamente igual. Quienes se nutren del discurso del odio han
encontrado en el Islam (y todos aquellos que tengan pinta de “moros”)
el punto de apoyo para lograr dividir la sociedad en dos bandos:
ellos y nosotros. Un dibujo de la realidad que ayuda a desconectarnos
de la razón para, automáticamente, llevarnos al plano de las
emociones. En nuestras acciones, el rechazo hacia algo tan atroz como
el terrorismo es proyectado como un resorte primitivo que nos lleva a
la automática y visceral culpabilización de un alguien o algo.
Esto que es tan primitivo, también es sumamente potente y peligroso,
y los terroristas se sirven de él. El odio es colaborador necesario
en los planes del terror.
Lo
que hace la situación más preocupante es el hecho de que el
enemigo, ahora, es todavía más abstracto, ubicuo y eterno. Una
nueva circunstancia que ha logrado que cerca de los dos millones de
musulmanes españoles se hayan convertido en una figura sin rostro,
potencialmente peligrosa y que busca acabar con nuestro bienestar.
Ahí, nos encontramos todos. Aquellos que durante años han trabajado
afanosamente en construir una sociedad plural, esas mujeres que en
los últimos años han reclamado un espacio propio en las luchas
feministas alzando sus voces, y otros tantos que nos hemos dedicado a
trabajar desde el ámbito de lo político. Todas y todos hemos
perdido nuestros atributos, convertidos ya en parte de ese constructo
que nos caricaturiza y deshumaniza.
En
esto, desgraciadamente, logran otra de sus victorias los terroristas.
Y es que para ellos, al igual que la extrema derecha y los racistas,
estos musulmanes sobran. Sobramos. De hecho, es conocida entre los
expertos en Islam la gran animadversión que tienen estos
fundamentalistas por todos aquellos musulmanes que rechazan de plano
su ideología, y sobretodo el odio y el desprecio que sienten por los
musulmanes que viven en Occidente y participan en los procesos
políticos, sociales y civiles. Los denominan tagut y son (somos)
condenados al más abominable de los castigos eternos. Del otro lado,
supremacistas y fascistas de nuestra sociedad, también nos mandan al
infierno (en vida). Se produce, como vemos, un pinzamiento diabólico.
Lo
cierto es que nos encontramos ante un griterío ensordecedor que
imposibilita el debate sosegado, el rigor y la articulación de
posibles políticas que logren acabar con el terrorismo. Lo que
debiera ser un debate se encentra secuestrado por la fuerza de las
entrañas. Así, cualquier intento de análisis del problema es
desplazado por la testosterona, la algarada y la confrontación. Que
la Comunidad Musulmana sea partícipe en la puesta en marcha de
programas preventivos o la puesta en marcha de iniciativas que luchen
contra el discurso del odio, por ejemplo, son planteamientos que
reciben un rechazo automático. Cualquier idea que no busque resarcir
el dolor, es considerada como una claudicación, un ejercicio de
buenismo cómplice del terrorismo. Escuchar a Pilar Rahola afirmar
con contundencia en una tertulia de Telecinco que los Gobiernos
españoles no han acabado con el terrorismo “porque no tienen
cojones” es un ejemplo clarificador de ese griterío sin argumentos
que recurre a la emotividad para propagar la sinrazón y hacer
proselitismo de “su bando”. No ayuda en nada ni aporta
soluciones. Al contrario, fomenta el odio necesario y funcional al
terror.
A
través de ese ensanchamiento del enemigo difuso, acabamos
fagocitados todos los musulmanes. Nos convierten en presas de ese
artificio pegajoso. Inmóviles, desprotegidos y culpabilizados, no
importa ya lo que digamos, ni cuantas veces lo digamos, ni cuantas
veces condenemos. Cuanto más nos movamos para zafarnos de sus
garras, más nos hundimos porque, realmente, ya nadie nos escucha.
Hasta nuestro círculo más cercano de amigos y conocidos son también
acosados por la pesada sombra del prejuicio.
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