Hemos cambiado
La política ya ha cambiado. Ya no resulta extraño
encontrar debates animados no sólo en la barra del bar o en torno a un café,
sino también en las casas de la gente. Los programas con tertulias políticas, sobre
las cuales no voy a entrar a debatir sobre sus bondades o su contribución a la
banalización de la gestión pública, ocupan hoy un espacio importante en el
consumo televisivo de muchas familias. La gente se preocupa e intenta informarse
sobre la política y sobre sus políticos. Y ni mencionar el enorme alcance que
están teniendo las redes sociales que se han presentado como magnífica
herramienta no sólo de marketing, sino también de debate y confrontación de
“argumentarios” (más o menos válidos), lo cual evidencia que las formas
tradicionales de hacer política han cambiado. Y han cambiado para bien.
Independientemente de lo que podamos opinar de estos nuevos formatos de consumo
de la política y de sus canales, hay una cosa obvia, y es que la política ha
dejado de ser una mera tecnología del poder y ha pasado a tener una dimensión
moral; no está bien que se desahucie a las personas de sus casas y se le
inyecte dinero público de todos a los bancos, es inadmisible que la gente pase
hambre y que por el contrario los sueldos de nuestros políticos sean
desorbitados, no son aceptables las cifras de paro ni es entendible que los
políticos accedan a esas puertas giratorias que les garantizan sueldos
vitalicios, no se comprende que los españoles tengamos una sanidad pública tan
precarizada mientras que “ellos” tengan clínicas privadas donde curan a sus
familiares, y así un largo etc.
Lo que parecía ser una creciente desafección de la
política se ha convertido en una nueva forma de entender la política basada en
el sentido común, basada en elementos tan esenciales como aquello que es
“bueno” o “malo” para la gente. En esta sencillez, está precisamente lo
revolucionario. Y es que durante estos últimos treinta años han intentado
convencernos de que la gestión de lo público es enormemente complicada y que la
ciudadanía en general no entiende por lo que, por nuestro bien, era vital
confiar en los partidos políticos tradicionales que sí saben lo que hacen. Eso
ha muerto.
No afirmo que haya desaparecido por completo, pero
ese sistema ya no vende. No es sólo una cuestión de partido políticos que
perdieron su credibilidad en el momento que ligaron militancia con cualquier
tipo de beneficio (ya sea material o simbólico o la mera pertenencia), sino
también de esa gran parte de la ciudadanía que había contribuido a desarrollar
esa bipolaridad que nos hacía perder de vista lo fundamental que no es otra
cosa que es que la gente pueda acceder a una educación pública de calidad, que
la gente no tema por sus pensiones o que la gente no se angustie cuando
enferme. La política ya no se mueve de izquierda a derecha, la política
adquiere una multidimensión que inunda todo en nuestra esfera vital. Aquí
radica el gran éxito. La gente ya es dueña de ese instrumento que ha estado
únicamente al alcance de unos pocos que la “entendían”, y ello ha sido posible
sin un gran un proceso de ideologización de la sociedad que nos hubiera llevado
nuevamente a la creación de bandos, sino que, la aparición de nuevas formas de
hacer política han surgido desde abajo hacia arriba, es la gente la que ha
construido esta nueva sociedad que exige otra forma de hacer política, y esto
que es tan sencillo de entender, resulta sin embargo insultante e
incomprensible para los partidos tradicionales que se resisten vendiendo miedo.
Pierden. No han entendido que detrás de lo que ellos odian hay millones de
personas, gente, ciudadanos, y que enrocándose lo único que hacen es
posicionarse frente a la propia sociedad. Quedan desacreditados. Estar en
contra del cambio es estar en contra de la gente.
Comentarios
Publicar un comentario