El año del cangrejo
Tras
la desaparición de la Unión soviética, la democracia liberal pasó
a ser el modelo de régimen hegemónico en el mundo y se impuso como
sistema definitivo de gobierno humano. Rápidamente arraigó en
Europa y en América del Norte, e hizo notables incursiones en países
de Asia y África. Este triunfo de la democracia liberal, hizo pensar
a muchos intelectuales que asistíamos al inicio de una nueva era
para la humanidad sustentada en la democracia. O como afirmara el
afamado Francis Fukuyama, el final de la Guerra Fría nos conduciría
al <<punto final de la evolución ideológica de la humanidad y
la universalización de la democracia liberal occidental>>;
proclamaba el “fin de la
historia” en un ejercicio
retórico cargado de optimismo.
Cierto
es que Fukuyama recibió muchas críticas por una supuesta ingenuidad
en sus tesis, pero no obstante, en lo nuclear de su trabajo, tanto
sus detractores como sus partidarios parecían coincidir en que
probablemente la democracia liberal podría ser el preludio de una
forma de gobierno universal caracterizada por el progresismo y la
justicia. De hecho, creían que las democracias sólo fracasaban a
menudo en los países pobres. Estaban absolutamente seguros de la
consolidación de la democracia. Casi tres décadas después, el
retroceso de la democracia es una realidad. La irrupción de los
populismos de derecha, la extrema derecha como actor político en las
instituciones, la islamofobia y el racismo, y una fuerte oleada
anti-inmigración, parecen haber logrado lo impensable: desmontar el
mejor modelo de gobierno humano conocido hasta ahora.
Los
expertos de la época coincidían en que unos niveles elevados de
riqueza y educación eran cruciales para una consolidación
definitiva de la democracia, apuntaban también a la neutralidad de
ciertas instituciones como resorte que garantizaría las libertades y
derechos fundamentales de los ciudadanos, del pueblo en general. Y en
esto no se equivocaban. De hecho, la crisis del 2008 que aún afecta
enormemente a la ciudadanía en general, ha supuesto una oportunidad
para que las grandes riquezas y una condena para varias generaciones.
La crisis fue el origen de estas desigualdades que se han
incrementado; así por ejemplo en nuestro país, entre 2007 y 2016,
los sectores con menores recursos vieron disminuidos su participación
en la renta nacional en un 17%, mientras que la población con mayor
poder adquisitivo ha visto aumentar sus rentas hasta un 9%. Una
precariedad que padecen sólo las clases populares y que han sabido
canalizar los populismos de derecha y la extrema derecha para colarse
en las instituciones señalando a un culpable de todos los males que
nos aquejan: los inmigrantes. En esta línea, uno de los grandes
éxitos de estos movimientos ha sido convencer a la ciudadanía de
que la política es una actividad simple, con decisiones concretas,
sin complejidades, y que es la clase política la que enreda con sus
discursos para que la gente no alcance a entender lo que sucede
aprovechándose así de su posición. Se pone de moda lo
anti-político, la anti-intelectualidad, el anti-establishment, lo
“políticamente incorrecto” y el anti-buenismo (no deja de ser
paradójico que dichos partidos se presenten a unas elecciones
ofertando su condición de anti-política).
No
obstante, este artículo no pretende ser un ejercicio explicativo
sobre la vuelta de la extrema derecha, neofascismo o el nacionalismo
exacerbado. Creo que bastante se ha escrito sobre ello, y con más o
menos acierto, se han señalado cuáles son las posibles condiciones
para que estos fantasmas del pasado hayan regresado. Creo que es más
interesante señalar qué es lo que nos dejamos en el camino si
permitimos que estos movimientos se cuelen en nuestros gobiernos. En
Dinamarca, por ejemplo, se está articulando todo un ordenamiento
jurídico paralelo para “los otros”. Una de las propuestas que
más escandalizaba era que aquellos
niños y niñas procedentes de barrios marginales, con escasos
recursos económicos y altas tasas de desempleo (y donde,
“casualmente”, se encuentran residiendo la mayoría de
migrantes), deberían ser separados de sus padres y madres desde el
primer año de su vida (al menos 25 horas por semana) al objeto de
recibir una instrucción obligatoria sobre los “valores daneses”
que incluirán, además del aprendizaje de la lengua danesa,
enseñanzas relativas a festividades tradicionales como la Navidad o
la Semana Santa, siendo castigadas, con la retirada de las ayudas
sociales que pudieran percibir, aquellas familias que se atrevan a
negarse. El paquete de medidas que desea llevar a cabo el Gobierno
incluye también la posibilidad de que los tribunales doblen las
penas para determinados delitos si éstos son cometidos en uno de los
barrios clasificados como guetos. Incluso algunos miembros del
Gobierno danés llegaron a insinuar la reclusión de estos “niños
gueto”
en
sus hogares a determinadas horas, usando para ello mecanismos de
control como la pulsera electrónica. También
recientemente conocíamos que el parlamento de este país daba luz
verde a enviar a un islote a los migrantes que rechazaba baja la
excusa de mantener la “ley y el orden”.
En
nuestro país no somos ajenos a propuestas similares que pretenden
establecer unas leyes paralelas para los otros. La derecha española
ha elegido sumarse al retroceso que propugna la extrema derecha. Su
discurso es sumamente obsceno y sus propuestas nada tienen que ver
con el patriotismo y mucho con un nacionalismo excluyente. Ha elegido
pisotear los valores universales que las naciones se dieron tras
superar la II Guerra Mundial y han abrazado los postulados de Orbán,
Le Pen y Salvini. Propugnan un retroceso hacia modelos que nada
tienen que ver con la democracia; modelos donde sus líderes son
elegidos popularmente, los cuales ponen en práctica la voluntad del
pueblo según ellos mismo interpretan, sin tener que hacer
concesiones a cuanto a derechos de ninguna “obstinada minoría”.
Es su voluntad la voluntad del pueblo. Ellos son el pueblo.
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